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"El reparto", Alexis Tagliavini


"El reparto"

Por Alexis Tagliavini


La Chevy es un lavarropas rojo despintado, con oxido por todas partes. Las tablas de madera de la caja mudancera habrán tenido su momento de gloria, cuando ardieron en alguna parrilla de las que hay en Moreno. Uno los ve laburar a los parrilleros, tipos grandes ya, y quisiera llegar a esa edad, ponerse una parrillita para que sigan juntándose los amigos que ya no pueden jugar más a la pelota, uno por la presión alta, el otro por los triglicéridos, cataratas, una gamba menos. Pero los sifones de quinientos llegan en cajones de doce, y ver uno arriba de la mesa, junto al vino y al humo impregnándose en los camperones de la gente que va pasando con sus bolsas de mercadería, ropa, bicis afanadas y productos chinos, hacia la gran feria que se arma los fines de semana… Quiero creer que el viejo estará contento de que allá arriba o abajo le hayan concedido la dicha de poder sentarse ahí para siempre.
La muni, con la colaboración de los vecinos, rellenó con tierra, troncos y ramas, casi todos los pozos de la calle Equidad y, de paso, sitió varias cuadras con montículos de otras porquerías, así los vehículos puedan circular por el barrio. Dejaron habilitadas dos esquinas.
Vamos por Agüero y nos mandamos por un costado que dejaron libre. Entramos por la calle Equidad hasta Larreta, y ahí le metemos, todo por adentro. Quien conozca la jugada sabe que cuando agarrás la avenida los operativos están hinchando bastante. Le piden los papeles. Si tuvieran que dejarlo seguir por los papeles entonces daría igual que pasásemos con una carreta porque la verdad es que el motor de la chevy es un fumador empedernido de Parisiennes. Las cubiertas no tienen nada de dibujo. Cada pozo nos deja los intestinos atados al cuello.
El mate ya está lavado. Hay que asegurar la ventilación de la cabina porque los retorcijones de la mañana son algo hereditario. Para colmo, los vidrios no bajan. Tengo que abrir la puerta unos segundos, primero, fijándome que no venga algún motero. ¡Sacá el brazo, como te dije!, te grita el chofer de la chevy.
El hombre se había orinado encima. Tenía un barbijo con la cara de Jesucristo. Yo estaba justo mirando para atrás, a la caja mudancera. Pensaba que los cajones de soda no llegarían nunca a los clientes, pero, indudablemente, en estas cosas de la lucha no tengo idea. Jamás sabré lo que es mantener a toda una familia, con la tercera marcha que no entra bien desde que la compró. Primero hay que palanquear como si fueras a meter de nuevo segunda, y otros movimientos que se parecen al corazón del viejo. Entre la sístole y la diástole le mete tercera hasta la calle uno. Ahí capaz tenés suerte y no viene nadie por el cruce, ningún auto, porque si viniera lo parto al medio, frase de uso común y corriente entre los repartidores, siempre que manejen una Chevrolet Silverado o una Ford 100 modelo ´73, de esas que no fallan nunca pero cuando te dejan tirado no te rescata nadie. Llama y los amigos le dicen que estaban haciendo un flete. O ponen otra excusa. No me sonó el celular, barbita.
Lo más tranqui que te puede pasar con la chata es que se te salga la varilla de la caja de cambios. Nos quedamos cagándonos de risa en el medio de la avenida Papa Francisco mientras todos pasan puteándolo, ¡correlo a un costado! ¡prendela fuego! Siempre agradezco no ser el viejo. Él se ríe y los manda a cagar con la mano. Vamo a empujarla. En pleno julio a las ocho de la mañana ya te sentís bendecido por tener esa energía en los brazos. La sangre te llega hasta donde nunca, ¿quién quisiera?
Los controles en el cruce son para prevenir la diseminación. Dicen que el virus se está esparciendo más rápido por las villas porque la gente no acató la cuarentena. El viejo sabe que tampoco puede repartir todos los días. Es paciente de riesgo. Se pone un barbijo que parece una servilleta con dos elásticos. Me dice que si se pierde los repartos más grosos de la semana viene otro sodero y le caga los clientes. Son cuarenta años que perdés en un día. Así es la calle, ¿y qué vas a hacer? Viene el otro flor de hijo de su madre y le dice a la viejita el bidón sin sodio se lo dejo a cien. Después vas a la casa y no sale la doña. Le dice al marido que se asome y te tira el bidón. Y bueno, barba, yo no estaba. Si sabés que cuando yo no estoy le venden cualquier cosa. Por ahora tenemos agua, gracias. El virus no debe ser peor que eso.
El Barba está más allá del bien y del mal. Yo lo quiero así. Qué voy a hacer. Lo único que le dije es que frenara un poco en esa esquina porque el señor del barbijo con la cara de Jesucristo cargaba con una bolsa de residuos negra en el hombro, que le tapaba la vista. Si hubiéramos pasado tres segundos después, la chevy, en plena centrifugación, no hubiese tenido que clavar las guampas. Realmente era un lavarropas con los muelles de suspensión fundidos.
Me acuerdo la tarde en que la trajo, tercera mano, pero en ese momento yo tenía diez años y el asiento ni un rasguño. No me dejaba que lo acompañe al reparto porque ya le venían afanando. Para él, lo tenían de hijo. Para mí, se la venían junando.
—Buen día, caballero, ¿me permite la cédula y el seguro, por favor?
—Ando repartiendo siempre por acá, ya saben, ¿qué papel voy a tener? Ya pego la vuelta.
—Vaya, señor, trate de ir por adentro.
—Sí, lo que pasa es que (en ese momento no le presté atención a lo que dijo. Además, la chata estaba a mi nombre, y yo tenía registro, pero él, no. No me convenía siquiera mirar la situación) es un cliente que está acá no más, en Las Catonas.
—Listo, Jefe.
—Chau, papá.
¿Soy yo el que saluda al viejo? Pero si todavía no bajamos el primer cajón. Yo no quise verlo, ya me lo imaginaba así antes de que se lo llevaran.
A ver, hijo, todos los sifones tienen distintas marcas pero vos se las borras con una lija. El sodero buscavida los va encontrando. Te ahorrás guita. Vos tenés que pagar el llenado nada más. Al principio hay que comprar los bidones, los sifones, los bastardos. Hasta le ponen la bolsita que cubre el pico y lo cobras un poco más caro. Los clientes piensan que el agua es más pura. Qué rica que viene,
barba. Si la lleno en lo del gallego, en esa pocilga. Yo no sé, la gente es tan ignorante. Mirá que yo soy un burro, pero vos, vos que estudiaste, decime, ¿tan boludos pueden ser? Hay tantos golpes en la vida, yo no sé, le respondí.
El señor cargaba con la cruz por la derecha. Lo habían condenado pero nadie estaba enterado. Nosotros veníamos por Larreta, segundos antes de que pasara un Fiat Duna reventado cargando una mezcladora de cemento atada con sogas sujetadas por cuatro manos que salían por adentro de la cabina trasera. Me imaginé que el Duna se había mandado porque ya venía con envión. Además, nadie te quiere dejar pasar. Acá pasa el primero que pone la trompa, y la chevy te come a vos y a la prioridad de paso. Menos esta vez. Esos a la vuelta nos agarran, te lo firmo. Hacen eso.
El viejo no puede caminar ya, tiene la cadera destruida. Cuando salimos la primera vez juntos me mandó atrás. Mientras hacía el recorrido yo acomodaba los cajones. Los mejores sifones para el cliente premium. Vidrio por un lado, plástico por el otro. Cuando tirás un cajón nunca pongas la cabeza arriba porque te revienta un sifón y perdés el ojo. También repartíamos alimento balanceado. Dejaba todo preparado en la puerta y el tipo bajaba con el bastón, renegado. Dale, andá pasándome las bolsas primero. Dejate de joder, pa. Quedate en la chata que yo no te llamé. Decime dónde y lo llevo. Ese viejo todos los días está parado en la vereda de la casa como un pelotudo. Está y mira. Volvés a la tarde y sigue. Yo, la verdad, digo, ¿qué mira? No sé, le digo. Creo que está pirado. Y sí. Antes me compraba. Shh, shh, bajame un cajón. Pero un día se reviró. Que se joda. Todo el día parado ahí. Bueno, pa, vos tratá de moverte lo menos posible. Subite de nuevo. Bajo todo y seguimos. La calle Larreta te desintegra hasta los cálculos renales. La verdad que sí.
Venía el Duna por Éxodo Jujeño. Las mismas caras se agarraban a la soga y fichaban la jugada. El señor con la bolsa estaba cruzando y en ese momento giró la cabeza para mirarme, porque sabía que no llegaba: ¡Frená que no llega!, le grité. Callate, boludo. Vos no sabes lo vivo que es ese viejo. Viene fumándose un porrito. No frenes, total, la camioneta está a mi nombre y el problema lo voy a tener yo.
La cara de mi papá palideció en el centro de la cruz con sus cuatro miembros clavados. Unos pibitos que pescaban mojarritas en la zanja de la esquina salieron corriendo. La palidez es el signo de que mi viejo se va a morir. Me mira porque sabe que no llega. Jesucristo apuró el paso porque cuando alguien presiente que hay un fierro cerca se le acomoda hasta la joroba. El tipo nos cruzó el Duna. Padre clavó los frenos. La rueda trasera derecha quedó enterrada. La rueda delantera izquierda golpeó al cielo. Desde mi posición de acompañante tenía vía libre para correr. Me dijo que corriera y yo le hice caso.
En un tiro vos entendés la porquería que somos, el hecho de que te tocan un órgano vital y… Ni siquiera pudo irse a las puteadas, porque ya no respira. Uno lo ve y se queda con el resentimiento. Decís que ya lo vas a encontrar en el cielo y va a tener que darte una explicación. Por lo menos, cómo fue que no se guardó un milagro. Porque cuando volví ya estaba tirado boca abajo. La billetera creo que tenía todo cambio. Y le preguntarías también por qué. Si la calle estaba imposible. Las Catonas ya no era lo mismo. Lo venían fichando desde la última vez que no les quiso tirar un billete. Te vamos a cruzar, barba. Tengo que laburar, hijo, qué voy a hacer, ¿vos me vas a dar de comer?
Creo que él también me preguntaría si mamá era consciente de lo que había pasado. La verdad es que sigue preguntando: ¿y tu padre? ¿No dijo que volvía al mediodía? No puede sufrirte como si hubieras desaparecido completamente, pa. Ella ya no se da cuenta. Me había dicho una vez que la abuela era mi ángel de la guarda. Y mirá. Acá me tenés. En persona. Te dejo la guita que hice hoy.
Al recorrido ya lo aprendí. Siguen cruzándose de vez en cuando sin mirar, pero no freno. Les vuelo la gorra y quedan como un recuerdo borroso bajo las ruedas. Nada distinto a lo que viven día a día. Pero miran y saben. Escuchan el tiro y se dan vuelta. Ya no tienen que correr. ¿Habrán pescado algo?
Si me preguntaran dónde quisiera estar ahora les respondería “pegando la vuelta” porque ya en mayo oscurece a las seis y monedas, y se pone más picante la zona. Estoy dele llamar y llamar, pero los clientes no quieren salir. Tengo la chata cargadísima. Estaré golpeando sin fuerza con las manos. Los timbres no funcionan. Los gatos ni siquiera salen disparados cuando perciben que ando cerca. Debe ser porque yo no soy mi viejo, y se lo dije. Una vez le dejé en claro que mi camino era otro.


Alexis Tagliavini

Profesor en Lengua y Literatura.
 

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